- Voy a ver cómo está la situación - Frank se ofreció con convencimiento. - Me fío de Ligth: si dice que sus códigos QR son buenos, me lo creo.
- Es muy arriesgado - dijo Abel.
- Hay que comprobar qué está pasando.
Se hizo un silencio. Era de madrugada. No podían dormir. La hoguera iluminaba los rostros con los últimos rescoldos de unos troncos de encina.
- ¿Sabrán dónde estamos?
- Son muy torpes, LaBola, pero no inútiles del todo. Si se lo proponen, nos encontrarán; incluso es probable que ya nos tengan localizados pero nos toleren. Quizás siempre han pensado que alguna vez necesitarían a los puros para regenerar su maltrecho genoma. - Abel miraba con fijeza las brasas.
- Decidido: al amanecer me pongo en marcha.
**********************
Un coche gris se detuvo 50 metros por delante de donde Frank hacía autostop. Corrió trastabillando con sus zapatillas de deporte desgastadas.
- ¿Adónde vas? - preguntó el conductor.
- A Barcelona.
- ¿Certificado?
Frank sacó un papel del bolsillo y enseñó el código QR.
- ¿Mascarilla?
Obediente, Frank extrajo una de otro bolsillo y se la puso.
- Sube.
El conductor reanudó la marcha. A Frank le agradó la envolvente comodidad del coche.
- Estás un poco atrasado, chico. Lo más moderno ahora son las pulseritas identificativas, pasas sin problema a todas partes. Incluso hay gente que se ha tatuado su QR en el brazo o en la mano. Messi se lo ha tatuado en la frente.
Por fortuna el viaje discurrió entre conversaciones triviales. Entraron en Barcelona por la Diagonal.
- ¿Dónde te dejo?
- Aquí en Palau Reial ya me vale, gracias.
La Zona Universitaria estaba muy poco transitada; esto le permitiría familiarizarse de manera más calmada con la nueva normalidad urbana. Todas las tiendas y restaurantes tenían a la entrada un lector QR. En carteles con caracteres enormes se anunciaba que era imprescindible hallarse al día de las dosis vacunales para acceder al local.
En las facultades universitarias era igual: para entrar había que alimentar al lector con el código de la Carta Verde. 10 dosis eran requeridas, el mes que viene se iniciaba la inoculación con la número 11. Observó los rostros de la gente: aceptación, rutina, normalidad. Nueva Normalidad.
Avanzó por la Diagonal hacia el centro. El tranvía, los autobuses, el metro. Para acceder al transporte público era preciso el código. Cines, teatros, consultas médicas, entidades bancarias: o código o nada. Frank llevaba dinero en efectivo: las cuentas corrientes de quienes no se habían querido vacunar habían sido bloqueadas. No vacuna= no dinero. "Cabrones" - pensó. La medida ni siquiera levantó la más mínima protesta. Las masas adoctrinadas lo aceptaron todo. Por solidaridad, decían. Todo el mundo iba con mascarilla por la calle: habían instaurado su obligatoriedad, como había quedado implantado el toque de queda nocturno para siempre. De repente, resonó por encima de su cabeza la megafonía urbana:
"Ciudada y ciudadano: recuerda que debes entrar en la web de CatSalut para comprobar tu fecha y lugar de vacunación. En caso de que desees cambiar la fecha, introduce tu DNI, número de tarjeta sanitaria y escanea el iris de tu ojo derecho."
Ya no se podía vivir sin un teléfono móvil. Los renegados por supuesto habían visto capadas sus líneas telefónicas y sus conexiones a Internet. En el poblado, solamente Light, desde su ordenador pirata conectado vía satélite a vete a saber qué servidores más piratas aún podía mantenerse en contacto con el ciberespacio.
Tenía hambre. Se sentó en un banco y extrajo de la mochila un bocadillo de pan y queso de cabra. Al momento, un agente de Seguridad Pandémica se aproximó airado:
- Está prohibido comer y beber en la vía pública. Enséñame el código.
Frank se quedó helado. Sacó el papel y lo mostró. El agente lo pasó por un lector: era la prueba de fuego. Un indicador de verificación correcta se escuchó.
- Has acumulado la primera sanción. A la segunda tendrás que asistir a un Campus de Ciudadanía para refrescar las medidas pandémicas. Ten cuidado.
El agente, un chico espigado y con una mascarilla con la bandera catalana en una mitad y la cara de Ada Colau en la otra se alejó dando saltitos.
Frank tenía la boca seca: la vigilancia estaba más extendida de lo que pensaba. Tenía hambre y sed pero no podía exponerse a ser denunciado de nuevo y tener que ingresar en un campus de reciclaje. Pensó que el código QR falso había pasado la prueba de detección oficial, así que decidió ir a comer a un restaurante. Tocó la cartera con los billetes y las monedas que llevaba en el bolsillo del chaleco y caminó un poco más, hasta llegar a un local que le hizo gracia: "Mandarina Duck, un antro para pijos y yo con estos pelos" - pensó. Pero la sed acuciaba y ya había comprobado que las fuentes públicas estaban clausuradas. Entró en el restaurante y se sentó en una mesa cerca de la puerta. Una carta metida entre dos láminas de metacrilato mostraba todas las exclusivas delicias que ofrecía la franquicia.
Todos los camareros llevaban mascarillas, incluso algunos pantallas faciales protectoras. Una pizpireta pelirroja se acercó dispuesta a tomar nota de sus necesidades gastronómicas.
- ¿Qué va a ser?
Imposible saber si sonreía. La vocalización estorbada por el grueso tapabocas incomodó a Frank.
- Una cerveza muy fría y una hamburguesa con cebolla y pepinillo y patatas fritas.
Se iba a dar un homenaje de comida basura. Hacía tanto tiempo que no la probaba que no haría que aumentasen ni sus triglicéridos ni sus niveles de colesterol. La camarera no tardó mucho en depositar sobre la mesa los manjares solicitados.
- Que aproveche.
- Gracias.
Frank se quitó la mascarilla y absorbió con ansia la cerveza. La jarra estaba entelada por la condensación de la humedad ambiental en el cristal helado. Saboreó el trago; casi lloró. La hamburguesa estaba deliciosa. Artificialmente tierna, artificialmente sabrosa, pero deliciosa.
- ¿Algo más? - retornó la camarera, retirando los restos de la comida.
- Un helado de caramelo y un café irlandés.
La comilona iba a ser gloriosa. Se lo merecía. El caramelo brillaba opalescente sobre la emulsión de nata montada. Sorbió el helado con fruición.
El café era aromático, denso, espumoso. Miró el platito con la nota, abrió su monedero, contó los billetes necesarios y dejó tres monedas de propina. Cuando la camarera volvió, Frank observó que sus ojos se abrían en un gesto de extrañeza. Quizá se había excedido con la dádiva.
- Oh, bien, gracias - se retiró con rapidez.
Frank apuró el café. Inspiró hondo antes de volver a colocarse la mascarilla y justo cuando iba a levantarse de la silla, dos agentes de policía entraron en el local.
- Eh, tú, vamos, quedas detenido.
- Pero, ¿qué pasa? - Frank levantó las manos en señal de inocencia.
- Calla y arreando - un agente le agarró del brazo y lo arrastró con malos modos.
Salieron a la calle y lo metieron de un empujón en un furgón negro. Antes de cerrar el portón, uno de los agentes le dijo:
- Ya nadie paga en efectivo, colega. Prohibido.
El portón se cerró y Frank se quedó a oscuras.
"Mierda" - pensó.
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