Los agentes de la Guardia Civil habían montado un campamento en las inmediaciones. Allí reposaron todos los renegados, dentro de las cómodas tiendas de campaña. Dos niños que no habían caído rendidos de sueño preguntaban a los agentes sobre todo lo que veían.
-Hay que cuidar especialmente a las criaturas. Me informan de que su médula está muy buscada para los trasplantes - dijo el teniente coronel.
-¿Cómo está la situación?
-Fatal. Los vacunados están cayendo como moscas. Los hospitales están desbordados. Las residencias de la tercera edad son un drama. Nos llamaron para vaciarlas de ancianos fallecidos, igual que la primera vez, pero es inútil. Ha sido imposible. Ahora sucede con mayor rapidez: unas molestias y a los pocas horas la muerte. Esas vacunas han sido el mayor error de la humanidad. Pero no sólo sucede aquí - y esto es información confidencial, los medios la desconocen: todos los países han registrado ya un descenso de la población del 50%.
Rou tragó saliva.
-¿Tanto?
-Sí, y no parará hasta que se mueran todos los vacunados. Quizás algunos consigan vencer a la vacuna y se regeneren de manera natural; es su última esperanza.
-La venganza de Gaia - murmuró Wan.
-Y todo ha sido a causa la codicia humana - prosiguió el teniente coronel. - El virus solamente tenía una letalidad del 2 %. Casi todo el mundo lo pasaba como si fuera un resfriado, pero las farmacéuticas vieron el negocio del milenio y se lanzaron a conseguirlo. Pero les ha salido mal, muy mal.
-En Barcelona conozco un lugar donde se practican en esos trasplantes - afirmó Frank con determinación.
-Danos todos los datos que recuerdes.
-Tenemos un aliado allí dentro, el doctor De Benito. Cuidadle, por favor, es una buena persona.
-¿De Benito? Pero ¿qué hace el bueno de Luis jugándose el pellejo? - el guardia civil reía con ganas. - No podía ser de otra forma: es un guerrero de Dios.
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"Se suspende la inoculación de la undécima dosis. Todas las citas quedan anuladas. Repito: se suspende la administración de la dosis número 11".
La megafonía ciudadana retruñía sobre el asfalto recalentado de la ciudad, pero nadie la oía. Los cuerpos yacían por todas partes conservando las posiciones que habían dibujado en el momento de caer al suelo. Algunos estaban sentados en los bancos de los parques; otros esperaban inútilmente, exánimes en la parada, la llegada de un autobús. En las entradas de los hospitales la imagen era dantesca: en su afán por acceder al interior, se habían abalanzado unos sobre otros para acabar formando montones de cuerpos informes. En las habitaciones, los aparatos de monitorización emitían pitidos en diferentes notas de la escala musical sin que nadie les hiciera caso.
Un médico, sentado en uno de los escalones de la entrada de Urgencias, se sujetaba la cabeza con las manos.
-Malditos, lo habéis hecho, en vuestra arrogancia lo habéis hecho...
Buscó su cartera y extrajo su falsa cartilla de vacunación. La miró con desprecio y la partió en mil pedazos.
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