Chuck salió de la guarida del informático. Miró río abajo, donde una especie de toldo de camuflaje desteñido por el sol marcaba el asentamiento de quienes el resto de la comunidad llamaba "los fachas". Una bandera preconstitucional de España, una de Asturias y la de la Confederación sureña de la Guerra de Secesión americana pendían inertes de una cuerda que servía a su vez de tendedero de ropa. Allí se reunían los de ideologías de derechas. No eran malos tipos, pero a veces se emborrachaban con el licor que Viscoelástica destilaba partir de las plantas de aloe que crecían espontáneas por el desfiladero; entonces emitían saludos nazis, levantaban los brazos en ángulo de 60 grados respecto a la horizontal y eructaban y orinaban sobre cualquier bicho viviente. Una vez - recordó - él mismo tuvo que intervenir porque habían construido una cruz con dos troncos secos de pino carrasco y pretendían crucificar al vegano del grupo. Miró ahora río arriba. Allí en una cuevecita en la que apenas cabía una persona de pie vivía un enfermero que había cometido el error de vacunarse. Por miedo, decía él, porque en la primera ola de la pandemia en el hospital habían tenido que usar bolsas de plástico para protegerse de los contagios. Ese mismo miedo es el que le hizo vacunarse con una, con dos y con tres dosis hasta que le reventó el cerebro y se quedó atontado. Pasaba los días sentado a la entrada de la covacha, babeando y dependiendo de la comida y el aseo que le proporcionaban una profesora de enseñanza infantil y un médico naturópata que le propinaba una vez a la semana unos azotes con espino albar hasta hacerle sangrar la espalda. "Cuando proteste es que está curado" decía el terapeuta; pero el enfermero continuaba aguantando la terapia sin rechistar.
- A este paso lo van a dejar hecho un Ecce Homo - Abel se había acercado a Chuck - y espera: la próxima terapia que quieren probar con él es la moxibustión.
-Suena raro - sonrió Chuck -, a ver si le van a prender fuego al pobre.
-No me extrañaría nada. Oye, te veo preocupado. ¿Sabes algo que yo deba saber también?
-El presidente de la Generalitat ha huido. Dicen que no está vacunado. Lo están buscando por toda Cataluña: supongo que lo acusarán de alta traición.
A la vuelta de una curva el río se dividía en dos brazos. En medio había una isla en la cual los más rurales del grupo de renegados habían plantado un huerto. Sabían que la crecida de la Noguera Pallaresa en otoño se lo llevaría por delante, pero mientras tanto se surtían de algunas delicias hortelanas: patatas, lechugas, tomates y pimientos. En un trozo soleado medraba el ajenjo dulce, la Artemisia annua. Los rebeldes la usaban como preventivo ante el menor síntoma de una incipiente infección viral.
-¿Alguna vez acabará esta pesadilla, Abel?
- LaBola dice que no, que hasta que la epidemia no acabe con dos tercios de la humanidad esto no para. Y con tanta mascarilla y con tanta higiene, esto va para largo. Será una agonía lenta la del género humano.
Una mujer vestida con un sari hindú caminaba por el cauce. Se acercó a ellos y con una sonrisa enorme extendió sus manos.
- Mirad, he encontrado un esqueje de pasionaria - Mebb les mostró un tallo delgado del cual salían tres hojillas y una flor reseca. - Ya tengo otra para la colección de sustancias psicoactivas. María la de Cervera estará contenta: semillas de dondiego de noche, de ipomea, estramonio y ahora ésta.
-¿Cómo has dicho que se llama? - preguntó Abel.
-Pasionaria - contestó Mebb.
-Que no te oiga MrV o te tira una pedrada. La Pasionaria era aquella líder comunista que iba con Carrillo, ¿no?
-Pues no lo sé - respondió pensativa Mebb. - Eso es de viejunos ya. No me suena nada. - Y siguió caminando hacia la cueva principal, contenta de su hallazgo vegetal.
-Estos conflictos entre rojos y fachas acabarán mal - dijo Abel. - Y tú, ¿de qué lado estás, Chuck? A veces pareces progre, pero otras veces tiras con bala, como cuando machacas a Light por poner música de Pablo Hasél.
- Soy un superviviente - contestó el que había sido policía - como todos.
Se escuchó el cacareo de una gallina, luego el canto de un gallo. En una parte más alta del risco, un abrigo de piedra servía de corral para unas cabras y unas cuantas gallinas. Los renegados disponían así de leche y huevos, con lo cual la frugal dieta se podía completar con algunas delicias ovolácticas. Esto era fundamental para Rossai, la mujer del grupo que dedicaba más tiempo a estudiar los usos de todo tipo de sustancias para combatir la enfermedad. Insistía en que todos ingiriesen hierbas, infusiones, calostros de cabra cuando éstas parían y que se pusieran sobre la piel cataplasmas hechas con arcilla, hojas de col y piedras calizas machacadas.
-Nunca se sabe dónde está el remedio - se le oía mascullar mientras aplastaba contra dos piedras el tronquillo de una madreselva.
El día iba acabando. Anochecía rápido en el valle encajado entre las rocas. Hacía frío: el viento bajaba entonces por el canal del río y movía las hojas de las plantas del huerto.
- Mira cómo se mueven las artemisias - observó Abel; pero permaneció con la mirada fija en aquel balanceo.
- Quizás se mueven demasiado - y de manera instintiva Chuck se llevó la mano al cinturón de donde pendía su arma reglamentaria.
-¿Qué quieres decir? - preguntó Abel. Pero Chuck no contestó: avanzó con resolución hacia el huerto, rodeó la valla de cañas y advirtió una respiración entrecortada que se escuchaba entre las tomateras.
-¿Quién anda ahí? - desenfundó la pistola y apuntó a un tomate Rosa de Huesca más grande que los demás.
-¡No, no, por favor, no dispares, soy yo! - el intruso empezó a sollozar mientras salía de su escondite con las manos en alto.
-Pero por Dios, ¡si es el presidente de la Generalitat! - exclamó Abel, acabando la frase con una carcajada épica.
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